Mayo de 2014
El Magreb es un lugar que, antes o después, te llama a volver.
Este es el relato de mi tercera incursión; la segunda para Carmen, mi compañera
de viaje. Hace algunos años recorrí el Nilo egipcio, de sur a norte, y Túnez,
de norte a sur. Aún tengo pendiente escribir esas historias.
Volamos a Marruecos desde Sevilla. Nos parece un buen lugar
para cruzar los pocos kilómetros de mar que separan (o más bien unen) Andalucía
y África. En el aeropuerto de Marrakech-Menara sentimos que estamos más cerca
del desierto. Un coche destartalado nos lleva al riad en el que dormiremos, en el corazón de la medina. Muchos
turistas prefieren alojarse en los lujosos hoteles de los europeizados barrios
de Guéliz o Hivernage. Nosotros elegimos la inmersión.
El primer contacto con una medina magrebí siempre es chocante,
no importa cuantas veces se haya repetido esta experiencia en el pasado. Sus
calles estrechas y retorcidas están llenas de gente, de ruidos, de colores, de olores y de estímulos. De sensaciones. Las motos serpentean entre los hombres que
conversan, las mujeres que transportan mercaderías, los artesanos que trabajan
en el suelo o las personas que, contemplativamente, dejan el tiempo pasar. Las
calles de la medina son un sistema cardiovascular donde la sangre corre
frenéticamente.
En el riad nos
reciben con un té con hierbabuena y mucha azúcar. Nos libramos del equipaje y
salimos a pasear por los souks,
haciendo una deriva hasta llegar a Jemaa el Fna. La plaza se abre en la maraña urbana como una pirámide maya oculta en una selva
tropical. Es temprano para cenar, así que vamos a ver la mezquita Kutubía.
Dicen que su enorme alminar sirvió de modelo para la Giralda de Sevilla.
El sol se pone, el almuédano canta y nuestros estómagos se
abren. Volvemos a Jemaa el Fna, que resplandece en la oscuridad. Turistas y
marroquíes se arremolinan aquí y allá para ver los espectáculos espontáneos
ofrecidos por músicos, humoristas, malabaristas y danzarines; solo los
extranjeros prestan atención a los encantadores de serpientes de goma. Los
tenderetes de comida y dulces llenan la plaza de aromas irresistibles. Aplicamos
una sencilla regla: solo comeremos en los puestos en los que seamos los únicos guiris. Funciona de maravilla. Nos
sentamos en corro con un grupo de comensales, entre velos y chilabas. Al centro,
dos pucheros grandes, de rancho. La sopa harira
está deliciosa. Para los platos fuertes buscamos otro puesto. Nos hacen un
huequito entre la gente y la humareda, mientras pedimos señalando los platos de
los demás. Da gusto verte comer con las manos.
Alojarse una medina magrebí implica perderse a diario y llegar
a la cama cansado y mucho después de lo previsto. De noche los zocos cierran sus
puertas y el laberinto se transforma, obligándonos a explorar nuevos caminos y
a deshacernos de la insistencia de los rapaces que quieren guiarnos
de vuelta a la plaza.
La ciudad roja amanece temprano. Hay que aprovechar antes de
que el sol apriete demasiado. Los zumos de naranja, o de naranja con pomelo,
hacen el calor más llevadero. Es una de las pocas cosas que pueden comprarse
sin regatear, aunque si eres extranjero a veces es bueno echar un ojo al tendero para no
acabar bebiendo néctar rebajado con agua y azúcar.
Dedicamos algunos días a visitar los monumentos y rincones
pintorescos. La madraza de Ben Youssef, el museo de Marrakech, la Koubba Ba'Adyin, las ruinas del palacio El Badi, el barrio judío de Mellah, el
escondido y romántico cementerio saadí… Recuerdo con nostalgia mi primer año de
estudiante de Historia del Arte cuando escucho las explicaciones de Carmen, que
alimenta mis experiencias estéticas.
En un par de ocasiones dejamos la medina para tomar aire y
damos una vuelta por Guéliz. Al llegar a Guéliz uno piensa que se ha salido de
Marruecos. No en vano, el barrio fue construido por los franceses en los años
treinta. Calles amplias y limpias, tráfico organizado, tiendas de ropa con
grandes escaparates, globalización. El sitio no resulta especialmente
estimulante, aunque es interesante como lo musulmán convive aquí con otras
muchas cosas.
Fuera de Guéliz y demás oasis occidentales, los sibaritas y los
escrupulosos pueden encontrar que Marrakech es un lugar complicado para comer.
Nosotros nos chupamos los dedos (literalmente, pues no hay cubiertos ni
servilletas). Para almorzar lo típico es despacharse un tayín. Cerca de las
principales atracciones varios restaurantes los ofrecen a la moda europea y con
el precio inflado. Preferimos perdernos hasta encontrar algún bar popular, de a
diario, donde almuercen los trabajadores. Un medio día caliente, en una esquina
de una calle de un barrio periférico, de un barrio en el que las casas y los
talleres se confunden y se mezclan, una mujer trajina en el fuego con algunos tayines
de barro. En el interior, varios hombres comen a ras de suelo. Es un sitio
sencillo y un poco sucio. Es el sitio. La mujer coloca dos panes y dos tayines
de pollo con verduras en una pequeña repisa de madera junto a la pared. Nuestra
comida sabe a Marruecos y nos vamos satisfechos.
Esauira es la típica excursión de un día. Esta tranquila ciudad
portuaria se encuentra unos 180 kilómetros al oeste de Marrakech, pero perdemos
casi la mitad de la jornada en la carretera. Entre otras cosas porque vamos en
una furgoneta con algunos guiris de libro que interrumpen continuamente el
viaje y porque el conductor para en un olivo cuajado de cabras, en una factoría-tienda
de aceite de argán y en otras distracciones para turistas.
En Esauira el viento sopla inmisericorde, para satisfacción de
los surfistas. Nos refugiamos en el interior de su media, excepcionalmente
tranquila y geométrica. La otra oferta singular de la ciudad son sus pescados y
mariscos a la brasa. Varios hombres tratan de vender compulsivamente un género
recién sacado del mar en los tenderetes de una placita soleada. Aquí la carta
es el pescado fresco expuesto junto a las mesas. Carmen escoge el menú y
negocia el precio. Comemos bien, aunque un poco churruscado.
En nuestras últimas horas en Marrakech descubrimos una manera
rápida y directa de llegar al riad y
a Jemaa el Fna. Estamos pletóricos y lo celebramos desayunando un tradicional crêpe con miel, que compramos en un
carrito ambulante. Con una reforzada confianza en nosotros mismos, volvemos a
bucear por los souks, donde Carmen
regatea para hacer algunas compras. Hace, también, algunos descubrimientos
interesantes para su tesis. Este viaje a Marruecos ha sido, entre otras muchas
cosas, una expedición de campo.
Han pasado casi dos años. Carmen ha defendido hoy
con felicidad y éxito aquella tesis que nos llevó a Marruecos mientras yo, a
ocho mil kilómetros de distancia, rebuscaba satisfecho y plácido en mi memoria
para celebrarlo regalándole este sencillo relato de nuestra última aventura. Progreso,
esperanza y gratitud. Gratitud siempre. Por lo aprendido, lo enseñado y lo
vivido. Fue un placer acompañarte, compañera.