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viernes, 15 de enero de 2016

DIARIO DE UN VIAJERO: Marrakech



Mayo de 2014

El Magreb es un lugar que, antes o después, te llama a volver. Este es el relato de mi tercera incursión; la segunda para Carmen, mi compañera de viaje. Hace algunos años recorrí el Nilo egipcio, de sur a norte, y Túnez, de norte a sur. Aún tengo pendiente escribir esas historias.

Volamos a Marruecos desde Sevilla. Nos parece un buen lugar para cruzar los pocos kilómetros de mar que separan (o más bien unen) Andalucía y África. En el aeropuerto de Marrakech-Menara sentimos que estamos más cerca del desierto. Un coche destartalado nos lleva al riad en el que dormiremos, en el corazón de la medina. Muchos turistas prefieren alojarse en los lujosos hoteles de los europeizados barrios de Guéliz o Hivernage. Nosotros elegimos la inmersión.
El primer contacto con una medina magrebí siempre es chocante, no importa cuantas veces se haya repetido esta experiencia en el pasado. Sus calles estrechas y retorcidas están llenas de gente, de ruidos, de colores, de olores y de estímulos. De sensaciones. Las motos serpentean entre los hombres que conversan, las mujeres que transportan mercaderías, los artesanos que trabajan en el suelo o las personas que, contemplativamente, dejan el tiempo pasar. Las calles de la medina son un sistema cardiovascular donde la sangre corre frenéticamente.
En el riad nos reciben con un té con hierbabuena y mucha azúcar. Nos libramos del equipaje y salimos a pasear por los souks, haciendo una deriva hasta llegar a Jemaa el Fna. La plaza se abre en la maraña urbana como una pirámide maya oculta en una selva tropical. Es temprano para cenar, así que vamos a ver la mezquita Kutubía. Dicen que su enorme alminar sirvió de modelo para la Giralda de Sevilla.
El sol se pone, el almuédano canta y nuestros estómagos se abren. Volvemos a Jemaa el Fna, que resplandece en la oscuridad. Turistas y marroquíes se arremolinan aquí y allá para ver los espectáculos espontáneos ofrecidos por músicos, humoristas, malabaristas y danzarines; solo los extranjeros prestan atención a los encantadores de serpientes de goma. Los tenderetes de comida y dulces llenan la plaza de aromas irresistibles. Aplicamos una sencilla regla: solo comeremos en los puestos en los que seamos los únicos guiris. Funciona de maravilla. Nos sentamos en corro con un grupo de comensales, entre velos y chilabas. Al centro, dos pucheros grandes, de rancho. La sopa harira está deliciosa. Para los platos fuertes buscamos otro puesto. Nos hacen un huequito entre la gente y la humareda, mientras pedimos señalando los platos de los demás. Da gusto verte comer con las manos.
Alojarse una medina magrebí implica perderse a diario y llegar a la cama cansado y mucho después de lo previsto. De noche los zocos cierran sus puertas y el laberinto se transforma, obligándonos a explorar nuevos caminos y a deshacernos de la insistencia de los rapaces que quieren guiarnos de vuelta a la plaza.

La ciudad roja amanece temprano. Hay que aprovechar antes de que el sol apriete demasiado. Los zumos de naranja, o de naranja con pomelo, hacen el calor más llevadero. Es una de las pocas cosas que pueden comprarse sin regatear, aunque si eres extranjero a veces es bueno echar un ojo al tendero para no acabar bebiendo néctar rebajado con agua y azúcar.
Dedicamos algunos días a visitar los monumentos y rincones pintorescos. La madraza de Ben Youssef, el museo de Marrakech, la Koubba Ba'Adyin, las ruinas del palacio El Badi, el barrio judío de Mellah, el escondido y romántico cementerio saadí… Recuerdo con nostalgia mi primer año de estudiante de Historia del Arte cuando escucho las explicaciones de Carmen, que alimenta mis experiencias estéticas.
En un par de ocasiones dejamos la medina para tomar aire y damos una vuelta por Guéliz. Al llegar a Guéliz uno piensa que se ha salido de Marruecos. No en vano, el barrio fue construido por los franceses en los años treinta. Calles amplias y limpias, tráfico organizado, tiendas de ropa con grandes escaparates, globalización. El sitio no resulta especialmente estimulante, aunque es interesante como lo musulmán convive aquí con otras muchas cosas.
Fuera de Guéliz y demás oasis occidentales, los sibaritas y los escrupulosos pueden encontrar que Marrakech es un lugar complicado para comer. Nosotros nos chupamos los dedos (literalmente, pues no hay cubiertos ni servilletas). Para almorzar lo típico es despacharse un tayín. Cerca de las principales atracciones varios restaurantes los ofrecen a la moda europea y con el precio inflado. Preferimos perdernos hasta encontrar algún bar popular, de a diario, donde almuercen los trabajadores. Un medio día caliente, en una esquina de una calle de un barrio periférico, de un barrio en el que las casas y los talleres se confunden y se mezclan, una mujer trajina en el fuego con algunos tayines de barro. En el interior, varios hombres comen a ras de suelo. Es un sitio sencillo y un poco sucio. Es el sitio. La mujer coloca dos panes y dos tayines de pollo con verduras en una pequeña repisa de madera junto a la pared. Nuestra comida sabe a Marruecos y nos vamos satisfechos.

Esauira es la típica excursión de un día. Esta tranquila ciudad portuaria se encuentra unos 180 kilómetros al oeste de Marrakech, pero perdemos casi la mitad de la jornada en la carretera. Entre otras cosas porque vamos en una furgoneta con algunos guiris de libro que interrumpen continuamente el viaje y porque el conductor para en un olivo cuajado de cabras, en una factoría-tienda de aceite de argán y en otras distracciones para turistas.
En Esauira el viento sopla inmisericorde, para satisfacción de los surfistas. Nos refugiamos en el interior de su media, excepcionalmente tranquila y geométrica. La otra oferta singular de la ciudad son sus pescados y mariscos a la brasa. Varios hombres tratan de vender compulsivamente un género recién sacado del mar en los tenderetes de una placita soleada. Aquí la carta es el pescado fresco expuesto junto a las mesas. Carmen escoge el menú y negocia el precio. Comemos bien, aunque un poco churruscado.

En nuestras últimas horas en Marrakech descubrimos una manera rápida y directa de llegar al riad y a Jemaa el Fna. Estamos pletóricos y lo celebramos desayunando un tradicional crêpe con miel, que compramos en un carrito ambulante. Con una reforzada confianza en nosotros mismos, volvemos a bucear por los souks, donde Carmen regatea para hacer algunas compras. Hace, también, algunos descubrimientos interesantes para su tesis. Este viaje a Marruecos ha sido, entre otras muchas cosas, una expedición de campo.


Han pasado casi dos años. Carmen ha defendido hoy con felicidad y éxito aquella tesis que nos llevó a Marruecos mientras yo, a ocho mil kilómetros de distancia, rebuscaba satisfecho y plácido en mi memoria para celebrarlo regalándole este sencillo relato de nuestra última aventura. Progreso, esperanza y gratitud. Gratitud siempre. Por lo aprendido, lo enseñado y lo vivido. Fue un placer acompañarte, compañera.