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lunes, 7 de octubre de 2013

DIARIO DE UN VIAJERO: Estado de São Paulo (Brasil)




Septiembre de 2013

Estado de São Paulo: 41 millones de habitantes repartidos en 248.209 km2.
Estado de São Paulo: 7 días, 6 camas y cerca de 1.000 km de rodovia.

Aterrizo en Guarulhos a las 18h, anochece. Monto en un taxi y primer bocado de realidad: el conductor echa los pestillos y me pide que esconda la mochila bajo su asiento. Acelera y no para en los semáforos en rojo; no es seguro (los helicópteros de los ricos saturan el cielo). La mayor ciudad de América del Sur pasa frente a mi ventanilla: São Paulo, nada menos que 11 millones de almas (casi 20, contando su área metropolitana) deambulando en un aparatoso paisaje de hormigón, a tramos dramáticamente desvencijado.

Hotel.
Check-in, ducha, Brahma, cena y a la cama.

Es domingo y está nublado. Echo algo de dinero en un bolsillo y una cámara compacta en otro. Mi primer paseo es por Paulista, una de las principales avenidas de la ciudad; llena de gente, llena de ruido. El parque Trianon, un extraño oasis tropical, pide sitio entre los rascacielos; su calor húmedo me hace sudar un poco. Me dejo fascinar por la librería Cultura y las casitas de los señores del cafetal (pequeñas mansiones, en realidad) que han sobrevivido al desarrollismo.
Hora de comer (12 am). Tomo un par de metros y me pierdo. Me reoriento y aparezco en Praça da República, animadísima en domingo. Los puestos de minerales y monedas antiguas se entremezclan con los de comida. Paseo, bebo agua de coco y pico algo. Más abajo, las prostitutas disfrutan de su tiempo libre.
Vuelta al hotel. No conviene que la noche te descubra en la calle, sobre todo si vas solo.
Ducha, Brahma, cena y a la cama.

Desayuno y me encuentro en recepción con mis colegas en Brasil (aquí he venido a trabajar: patrimonio industrial y ferroviario). Tienen otra reunión pendiente, lo que me deja tiempo para un último paseo por la capital. En una calle poco transitada un tipo me pregunta por Paulista. Le indico rápidamente, sin detenerme. Tiene una brecha en la cabeza y la sangre le corre por la cara.
Más tarde, en el coche de Eduardo (brasileño), todo parece mucho más seguro. El equipaje se queda en el asiento de atrás mientras visitamos la Cinemateca Brasileira, en un antiguo matadero rehabi(li)tado.
Disfruto mi primer almoço por quilo en el campus de la Universidad de São Paulo, una institución moderna y totalmente gratuita que ni siquiera cobra tasas de matrícula a sus 75.000 alumnos. La arquitectura se abre, sin complejos, a la naturaleza, que lo cubre todo. Los árboles y el hormigón parecen llevarse bien en este entorno privilegiado.
Coche hacia Campinas. La rodovia está literalmente inundada de camiones de morro largo (el ferrocarril apenas funciona ya en Brasil… interesa potenciar el consumo de etanol). Hay gente caminando por los arcenes; los más atrevidos sortean el tráfico y cruzan los carriles. Visitamos los talleres abandonados de la compañía ferroviaria Mogiana, una ruina industrial tan evocadora como impresionante. Un hombre armado nos recomienda que nos marchemos: está oscureciendo y algo ha pasado allí dentro. En la calle, un río de gente vuelve del trabajo.
Descansamos en un hotelito rodeado de vegetación. Tipo barraca de solteros, pero coqueto y arreglado. Flotar en la piscina, de noche, mientras los papagayos revolotean entre los árboles es reconfortante.

Martes. Nos dirigimos a Jundiaí, donde visitamos otro antiguo conjunto ferroviario (aquí es donde voy a trabajar). Alguien comenta que hace unos días mataron a una serpiente de algo más de un metro en una de las naves. En otra se acumulan unas cuantas carrozas de carnaval. Comemos en un bar cercano y agradable. Al salir nos invitan a café y a cáscara de naranja cristalizada. En Brasil la hospitalidad es tradición. Foto para el hall of fame del restaurante. En Brasil hacer amigos es fácil.
La próxima parada es Bauru, donde estaremos algunos días. Antes, cuatro horas de carretera. Por primera vez, desde la ventanilla, puedo ver las estrellas. El cielo está desordenado (como me dijiste), y creo encontrar la Osa Mayor, allí arriba, boca abajo.

A la mañana siguiente conozco al resto del equipo. Nuestro (segundo) hotel en Bauru tiene un aspecto un tanto sórdido. Alguien dice que fue una casa de citas. La funda de mi almohada parece confirmarlo.
Hacemos vida universitaria en un campus igual de abierto y vivo que el de São Paulo, donde incluso habita un pequeño grupo de macaquinhos. La última noche quedamos para salir a cenar. Mientras espero en recepción, una pareja de policías con metralletas y chalecos antibala entra en el edificio. Les sigue un francotirador. Nadie parece sorprenderse demasiado con este hecho.
Las calles de Bauru, de noche, son un escenario totalmente distinto. Los travestis se insinúan y, desde los coches, la gente grita cosas que no logro comprender. Cenamos en un bar donde corren las cervezas y las bandejas repletas de mandioca y polenta fritas. La música en vivo anima a la gente a bailar. Es un ambiente muy agradable.

Al día siguiente las despedidas son efusivas. Vuelvo con Eduardo a Campinas, al hotel de los papagayos. El camino es largo, pero la conversación muy amena. El rodizio en la churrasqueira nos deja un estupendo sabor de boca para el resto del viaje.

Fin de la primera etapa.


Estoy en mi pousada, con una Brahma, escribiendo. Por delante, varios meses para descubrir, para aprender, para vivir (me gusta compartir esto contigo). Brasil es un país distinto, de fuertes contrastes, y para un europeo requiere cierta adaptación. Pero es también una tierra fantástica, llena de oportunidades, de sensaciones… y de buenas personas (afables, abiertas, familiares) que hacen que todo resulte más fácil. El suelo aquí es rojo (como el vino, como la sangre) y la naturaleza rebosa por todas partes. Si, como dicen, la Tierra es Madre, estoy en su vientre.

Un árbol cualquiera, en el campus de la USP