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sábado, 27 de junio de 2009

Entierro



Relato breve.

La calle está fría, desértica, soñolienta. Apenas han madrugado los primeros pájaros y, con ellos, su trinar. Sobre la acera, con un caminar lento pero continuo, un hombre; un alambre raquítico embutido en una gabardina negra. Casi no le asoman los oscuros ojos sobre el alto cuello, cerrado, de su abrigo. Un sombrero bruno le cubre la cabeza, mas no el cabello, pues hace tiempo que no lo usa. Sobre el suelo un par de largos y delgados pies encarcelados en otro de mocasines de color pez.
El primer rayo de sol acierta de pleno en su pecho, que hoy llora. De un bolsillo lateral saca un roído reloj de cuerda; se detiene y consulta la hora; tose, traga y prosigue. Siempre ha amado su trabajo, pero hoy lo detesta. En su oficio había encontrado una serenidad impensable en cualquier otro; le gustaba pasear entre las paredes vestidas de flores, leer los curiosos y solemnes epitafios, jactarse de su frialdad ante el dolor ajeno. Se detiene ante una enorme, oxidada, retorcida verja de hierro; ya ha llegado.
Saca de los bolsillos dos manos luengas y huesudas, pero fuertes, y las desnuda. Guarda los guantes de cuero negro y se las mira: están ya viejas y cansadas, pero limpias; las uñas cortas y también pulcras, pero amarillas. Del pantalón extrae un manojo de llaves. Elige una y la introduce en la cerradura. La puerta grita estrepitosamente mientras queda abierta; sólo una hoja, hoy no vendrá mucha gente.
Recuerda ahora cómo una vez dio sepultura a una familia entera: padre, madre y dos hijos -el menor de apenas seis meses-. El desafortunado grupo pereció, como tantos otros, en la carretera. Volvían de unas placenteras vacaciones veraniegas en la Costa del Sol cuando las primeras añoranzas y las ganas de volver a ver a los seres queridos se vieron aplastadas, junto a ellos, bajo un camión de transporte. En aquella ocasión, la asistencia al camposanto fue masiva: familiares, amigos, compañeros de trabajo y de la escuela, incluso la prensa local y el alcalde acudieron al evento. Hoy no sería así, sólo el sacerdote, un vecino y un par de plañideras amigas del enterrador. Se lamenta por ello, pero no se deja enturbiar. Ahora debe trabajar.
Se aproxima a un viejo cuartucho, entra en él y sale con una desgastada y verde regadera en la mano. Se dirige a una antigua pila adosada a la pared trasera del habitáculo donde guarda sus herramientas. Gira la llave del agua y las cañerías gimen, se estremecen y escupen un chorro lacrimal a través de su único y oxidado ojo. Llena la regadera y se dirige hacia los nichos.
Ensopa, ya entre las cárcavas, a las plantas que las acompañan, y cambia el agua a las flores que las adornan. Observa el desequilibrado reparto de estas últimas: algunas tumbas, las de los más opulentos, parecen grandes macetas; en cambio otras, las de los más pobres, están desnudas, sólo tienen piedra y muerto. Termina su labor y vuelve al cuchitril, donde guarda la regadera.
Sale en esta ocasión con una bolsa de plástico llena de pienso y se encamina hacia el centro del cementerio, donde se encuentra el panteón de una adinerada familia. Se sienta. Espera serena y sosegadamente a que lleguen sus compañeros mientras saborea el humo de un cigarrillo que preparó anoche, tras la cena. Viene ya el primero: es un negro, de pelo corto y duro, de ojos grandes y redondos, de orejas mayúsculas y puntiagudas, flaco, sucio y no muy grande gato. Se acerca lentamente, pero sin recelo, y se sienta junto a él. Mete la mano en la bolsa y ofrece al felino un puñado de pienso, que acepta y come. Otros muchos van apareciendo por todos los rincones del cementerio y se sitúan alrededor del sepulturero. También un gorrión acude al evento, pero opta por la huida al ser casi atrapado por uno de los invitados al banquete. Los gatos se encuentran muy a gusto con él; asimismo, él con ellos. Disfrutan de sus caricias y de sus palabras; incluso se recuestan sobre él, confían en él, a diferencia de los hombres y mujeres que visitan el fosal. El canto de los pájaros y del tráfico queda casi ofuscado por el runrún de ritmo no rápido de su raro y rumoroso ronroneo. Acaban en pocos minutos con el festín y desaparecen entre los recovecos de la necrópolis. El cavafosas se queda solo de nuevo. Guarda la bolsa en un bolsillo de su pantalón y emprende un rutinario paseo, sin rumbo, dentro del reino terrenal de los ya fallecidos. Camina muy quedamente, sin ser apenas consciente de que se mueve. En su cabeza: recuerdos, pensamientos y proyectos. Recuerda cómo en su juventud solía acudir clandestina y nocturnamente con sus amigos aquí, al cementerio, donde llevaban a cabo prácticas muy poco ortodoxas; piensa que ahora su papel ha cambiado de polo: antes perturbaba a los difuntos, ahora vela por su perpetuo descanso; proyecta un deseo: el de ser profanado en su tumba por muchachos que sean como él fue, para no pudrirse de tedio.
Se detiene ante una vieja y estropeada lápida cuya inscripción ha sido ya borrada por el tiempo. Se trata, sin duda, del nicho más antiguo del recinto y, a su vez, del hogar de su difunta hermana. “Ahora ya no estarás sola”, dice mientras posa su mano sobre la fría piedra negra. Suspira y retoma su camino, a la deriva. El sonido de las viejas campanas de la iglesia del barrio le hacen volver a la realidad con violencia. Ha llegado el momento”. Su corazón se acelera del mismo modo que su paso hacia un rincón lejano y perdido del camposanto.
El cura ya está allí, hablando con los tres robustos mozos que han traído el ataúd. Al notar su presencia, el grupo de hombres calla secamente y dirige la vista al suelo. Uno de los muchachos comienza a silbar intentando así escapar de la tensión que ha surgido con la llegada del sepulturero, pero es interrumpido por el codo de uno de sus colegas, que saluda, con disimulo, al hígado del pseudoflautista. De nuevo silencio. El párroco clava su mirada en los ojos del enterrador y acaba con la ensordecedora insonoridad:
- Pronto llegarán las plañideras -dice-. Ya no deben tardar.
Silencio una vez más. El sacerdote se evade ojeando la Biblia. El enterrador mira ahora al trío, que ipso facto comienza a examinar el terreno con la mirada, consiguiendo, de este modo, huir también de la incómoda situación. Enfoca finalmente su vista hacia el horizonte de cruces y cipreses. Dos mujeres y un hombre, que se acercan, atraen su atención. El bulto borroso y oscuro baja la cabeza antes de que puedan llegar a establecer contacto visual con él, quien, influido, acaba observando, al igual que los demás, la tierra que pisa.
Han llegado. El hombre, que viste como todos -a excepción de los tres jóvenes- de negro, aprieta fugaz y levemente con su mano derecha el hombro izquierdo del enterrador sin perder de vista el suelo y sin quebrantar el silencio, que es roto por los gemidos, preludio del llanto, de las dos arrugadas féminas.
El clérigo carraspea y se sitúa en el centro del tétrico grupo reclamando su escucha con un doble golpe de tos contundente y seco. Comienza ya, salmodiando un réquiem que nadie entiende, pues, para evitar tener que referir algunas palabras sobre el cadáver, ha elegido, como antaño, usar el latín. Los asistentes no tardan en aburrirse y en trasladar su mente a otro lugar. Sólo el sepulturero escucha, aunque no comprende una sola palabra. El monótono, continuo y regular chorro de voz emanado de la religiosa laringe se superpone de una manera casi tosca a las falaces penas, quejas y lágrimas de las dos señoras durante la ceremonia.
Apenas han transcurrido unos minutos cuando el cura, insultantemente breve, da por terminada su intervención con un solemne y sonoro “requiescat in pace”. El eclesiástico calla, haciendo con la cabeza una seña al enterrador, quien, tomando una ya conocida herramienta, comienza a abrir la fosa.
La tierra se torna más oscura a cada palada. Cava sin querer cavar y aferra el mango de su enorme cuchara con tal vigor y empeño que parece agarrarse no a la madera, sino al momento, a este último lapso que desea que no termine jamás. Nada lúcido queda ya en su mente, abrumada por el martilleo incesante y doloroso de su corazón. El montículo de tierra que se ha ido formando con su trabajo crece hasta que el hoyo es ya lo bastante hondo y ancho. Se endereza con dificultad y se aparta del recién nacido agujero. Descansa ahora apoyado sobre la pala mientras observa cómo los mozos introducen, ayudados por sogas, la caja chapada con láminas de rojísima y falsa caoba en la zanja. El sacerdote lanza una bendición mientras dibuja una cruz en el aire con el brazo. Las plañideras se parten el pecho y arrojan algunas flores, no muchas. El impasible caballero, vecino del sepulturero, simplemente ansia ver el final de todo esto para marcharse a la tasca, donde le esperan el vino y el dominó.
El cavafosas comienza finalmente a devolver la tierra a su lugar, y con cada palada rebosante cae también sobre el cada vez menos profundo foso una clandestina y solitaria lágrima, que desde su nariz resbala. Arropado ya el cajón con un grueso manto arenoso, aplana la superficie abultada y sobresaliente con varios y exactos golpes propinados con el dorso de la pala, que deposita seguidamente en el suelo. De uno de los muchachos toma una cruz muy sencilla, de madera, manufacturada por él mismo, y la clava con firmeza y tenacidad sobre el montículo. Las dos mujeres, que ahora sólo gimotean, dejan caer nuevas y escasas flores.
Ni una losa de piedra, ni un epitafio, ni ningún adorno de ningún tipo. Sólo la humilde cruz, la desnuda tierra y el inerte cadáver.
Todos se marchan ya, menos el enterrador, que se arrodilla e inclina sobre la tierra, llorando, para gemir:
- Adiós, mamá.
Juan Manuel Cano Sanchiz.

domingo, 7 de junio de 2009

Exposición "Las Fábricas del Sur"


Almacén Central
Peñarroya-Pueblonuevo (Córdoba)
21 de mayo a 19 de junio de 2009.


La Consejería de Vivienda y Ordenación del Territorio de la Junta de Andalucía presenta el próximo jueves 21 de mayo en Peñarroya-Pueblonuevo, dentro del ámbito de celebración de las III Jornadas Internacionales de Minería y Patrimonio Ciudad de Peñarroya, la exposición sobre arquitectura industrial denominada ‘Las Fábricas del Sur’, cuyo objetivo es poner en valor el patrimonio industrial existente en esta región. Con carácter itinerante, en esta ocasión, la sede elegida ha sido el Antiguo Almacén Central, edificio emblemático y singular de Peñarroya-Pueblonuevo, donde permanecerá abierta al público hasta el próximo 28 de junio.
Esta exposición se enmarca dentro de la línea de actuación para la recuperación de la arquitectura industrial de interés patrimonial, resultado de la celebración del Foro de Arquitectura Industrial en Andalucía en septiembre de 2005, iniciado por la entonces Consejería de Obras Públicas y Transportes. En la actualidad, la Consejería de Vivienda y Ordenación del Territorio sigue esta línea de actuación que tiene como objetivo establecer un marco de conocimiento, estudio y reflexión sobre el valor y las potencialidades de los ejemplos más significativos de la arquitectura industrial en nuestra comunidad.
La muestra ofrece una visión amplia del patrimonio industrial andaluz desde diferentes perspectivas, combinando la representación de personas, actividades, maquinaria y arquitectura, las cuales forman parte de un mismo escenario. Compuesta en su totalidad por material audiovisual, los contenidos se organizan en torno a tres bloques temáticos: “fragmentos de la memoria”, que muestra una visión sobre el patrimonio arquitectónico industrial de Andalucía a través de un amplio repertorio fotográfico producto del trabajo de catorce fotógrafos; “testimonios”, que aporta información histórica, económica, técnica, social y laboral del sector industrial de la mano de imágenes y vídeos de archivo y de entrevistas realizadas expresamente para esta exposición; e “interacciones”, que recorre la actividad industrial en Andalucía mostrando los procesos de producción, manufacturas, materias primas, maquinarias y personas que los llevan a cabo. Asimismo se ha completado la exposición con el bloque ‘conexión’, que explica a través de un documental el proceso de industrialización en Andalucía y su patrimonio, organizado en bloques temáticos que abarcan desde la Andalucía preindustrial, los inicios de la Revolución Industrial, desembocando en el Patrimonio industrial andaluz actual y su protección.
Como complemento a la exposición se ha diseñado un programa de actividades que incluye, una proyección, un concierto y dos conferencias de entrada libre y gratuita, así como un servicio de visitas guiadas para el público interesado y grupos de escolares cuyo teléfono de contacto es:
957 56 26 08.

Horario:
Lunes a viernes de 11 a 14 h y de 18 a 21 h (excepto martes)
Sábado y Domingo de 11.30 a 14 h.
Martes cerrado.

Presentación incluida en el dossier de prensa de la exposición.